Siglo XXI

Infraestructuras digitales

Nuestros actuales teléfonos móviles contienen la misma magia única que las navajas suizas multiusos: nos permiten realizar acciones tan dispares como contactar con las administraciones públicas, reservar un viaje a Canarias o comprar una botella de aceite por internet. No obstante, ¿qué nuevas tareas e implicaciones conlleva la extensión de estos aparatos?

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Tyler Hewitt
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22
junio
2022

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Tyler Hewitt

En 1891, Karl Elsener comenzó a trabajar en el antecesor de la navaja suiza moderna. El objeto tenía entonces un mango de madera que incorporaba una cuchilla, un destornillador para el fusil, un abrelatas para los víveres y un sacabocados para las sillas y arneses de cuero. En 1896, sin embargo, se decidió poner las cuchillas en ambos lados del mango mediante un resorte especial; este, de hecho, podía usarse para todas las herramientas, lo que constituía una innovación increíble: posibilitó que se agregase una segunda cuchilla y un sacacorchos.

Las herramientas multiuso vienen de lejos. Basta con mirar los utensilios de piedra del Pleistoceno encontrados en Howiesons Poort. El uso que el ficticio espía MacGyver da a su Schweizer Offiziersmesser muestra también que esta icónica multiherramienta –junto con un poco de concentración– puede resolver casi cualquier problema. Su diseño único es arte puro para los curadores del Museo de Arte Moderno de Nueva York, donde se exhibe una selección de 16 navajas y 29 funciones, una muestra de una artesanía extrema tanto por parte del diseñador como por parte del usuario. Estas herramientas pueden hacer casi cualquier cosa, algo aún más evidente con las nuevas versiones, que pueden incluir una unidad flash USB, un reloj digital, un dispositivo que mide la altitud, una luz LED, un puntero láser o un reproductor de MP3.

Como si se tratase de una varita mágica, solo un teléfono móvil puede extender más nuestras capacidades, ya que además de las funciones puramente telefónicas es también un telégrafo, una agenda, una libreta de notas, una cámara digital, una grabadora, un reproductor de música, una pantalla de televisión y un planisferio multiescala con nuestra localización incluida. Ello por no hablar de la capacidad para convertirse en las llaves de ciertos edificios o espacios, el uso de una o más tarjetas de crédito, un complejo sistema de identificación y un largo etcétera de artilugios y artefactos que nos permiten navegar el espacio digital. Hoy es posible, también, transformar un iPhone en una navaja suiza con todas sus herramientas físicas. Como en el caso de estas, los dispositivos digitales tienen tantos aditamentos –solo en la Apple App Store hay más de dos millones de servicios disponibles– que es difícil saber cuáles son y para qué sirven: los dispositivos digitales son más un elemento de prestigio social que una herramienta eficiente.

Nadie nos retribuye por unas tareas que permiten a las empresas y a las administraciones reducir el número de sus empleados de forma dramática

Estos dispositivos nos permiten adquirir capacidades que no teníamos. En general, es evidente que la revolución de los teléfonos inteligentes no solo está afectando al consumo de medios digitales: también modifica nuestros comportamientos diarios del mundo físico. Muchos de esos procesos han migrado hacia las plataformas digitales de forma interesada y, en un abrir y cerrar de ojos, sin formación ni entrenamiento previo, nos convertimos en agentes de viajes, gestores bancarios o trabajadores de un centro comercial con departamentos infinitos. Somos capaces de comprar desde un clavo hasta el mejor aceite de oliva virgen extra de una determinada región de Andalucía o una bicicleta de montaña. Podemos encontrar supuestas ofertas para casi cualquier tipo de mercancía, así como gestionar nuestras relaciones con la administración pública: pagar multas, solicitar permisos o ayudas y realizar la declaración de la renta. Todo esto, además, sin interactuar de forma directa con otro humano. 

Sin embargo, nadie nos retribuye por las tareas que realizamos, las cuales, por otro lado, permiten a las empresas y a las administraciones reducir el número de sus empleados de forma dramática. Esto sin contar que ya pagamos por el terminal, el coste de la conexión y la electricidad y que, además, entregamos información –muy valiosa para quien la posee– personal acerca de nuestras preferencias y de nuestra forma de interactuar con la aplicación de turno.

Estas herramientas no solo permiten la digitalización de buena parte de nuestras actividades, sino que cambian la distribución de las tareas asociadas, si bien lo hacen sin variar su captura de valor. Existe, así, la tentación de hacer recaer en el usuario la mayor cantidad de trabajo y responsabilidad posible sin compensarlo en modo alguno; también existe la tentación de obviar aspectos que podría realizar la organización o la app y que, al hacerlos recaer en el usuario, la hace más sencilla y más barata. 

¿Quién no se ha encontrado con webs de la administración que nos piden los mismos papeles y los mismos datos –de los que ya disponen– mil veces? Esto se vuelve acuciante cuando el usuario no tiene escapatoria, como ocurre precisamente en el caso de las administraciones públicas. En el caso de las empresas normalmente la competencia entre organizaciones da como vencedor a quien lo pone más fácil, pero sin competencia esto no es así. 

Las organizaciones se dotan de infraestructuras digitales como los procedimientos únicos de autentificación y los módulos comunes de compartición de datos, que les permiten hacernos trabajar menos, ponérnoslo más fácil y, por lo tanto, convertirse en nuestras herramientas preferidas: no deberíamos exigirle menos a la administración.

No olvidemos, no obstante, que estas herramientas no solo ayudan, sino que cambian la distribución de las tareas. El hecho de que haya cambios no implica necesariamente que haya perdedores, pero probablemente sí implica que haya ganadores. El estudio de la aparición e implicación de los dispositivos y las plataformas digitales nos ayudará a comprender las nuevas formas de capitalismo basadas en las nuevas capacidades que se nos suponen. Tal y como observaba Foucault, hemos adquirido conciencia de ellas y ahora somos los responsables de ejercitarlas –quizás sin ser conscientes– en ese panóptico que es el espacio digital.


Esteve Almirall es profesor de Operaciones, Innovación y Data Sciences de Esade.

Ulises Cortés es catedrático de Inteligencia Artificial en la UPC.

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